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REFLEXIONES DE ÉTICA PÚBLICA PARA

FUNCIONARIOS PÚBLICOS

REFLECTIONS ON PUBLIC ETHICS FOR CIVIL SERVANTS


 

Mauricio Castro Pedrero1

 

Resumen

En democracia, el ejercicio de funciones en la Administración del Estado –sea como político, sea como funcionario– requiere, además de los conocimientos y competencias propios de cada cargo, de un firme compromiso por la ética pública. El presente ensayo reflexiona sobre situaciones cotidianas que puede enfrentar un servidor público –relativas a convicciones, cálculos utilitarios, obediencia y responsabilidad funcionaria–, no con el objeto de presentar pautas a seguir, sino más bien como práctica introspectiva para la acción.

Tales reflexiones son abordadas a partir de distintas disciplinas y perspectivas. Así, para hablar de lo bueno y lo justo, se recurre a la filosofía de Platón, Aristóteles y Kant, entre otros; a experimentos psicológicos sobre conformidad social, como el conocido experimento de Milgram; a situaciones históricas post- Segunda Guerra Mundial; al derecho administrativo; al cine y la literatura. Lo anterior, con el objeto de que todo funcionario público –o interesado en serlo o estudiarlo– identifique fácilmente situaciones de connotación ética que podría enfrentar.

Palabras clave: ética ética pública filosofía moral democracia

 

Abstract

In democracy, the exercise of functions in the public administration –whether as a politician or as a civil servant– requires, in addition to the knowledge and skills of each position, a firm commitment to public ethics. This essay reflects on usual situations that a public servant may face –relating to convictions, utilitarian calculations, obedience and civil servant responsibility–, not with the aim of presenting guidelines to follow, but rather as an introspective practice for action.

 


 

1 Administrador público; licenciado en Gobierno y Gestión Pública de la Universidad de Chile; magíster en Derecho Público con mención en Derecho Constitucional de la Pontificia Universidad Católica de Chile.


 

Such reflections are approached from different disciplines and perspectives. So, to speak of what is good and just, one resorts to the philosophy of Plato, Aristotle and Kant, among others; to psychological experiments on social conformity, like the well-known Milgram experiment; to historical situations post World War II; to administrative law; to cinema and literature. The aforementioned, in order that any civil servant –or interested in being one or studying it– can easily identify situations of ethical connotation which he may confront.

Keywords: ethics public ethic moral philosophy democracy

 

 

Introducción


 

Contéstame francamente, imagina que los destinos de la humanidad estuvieran en tus manos; que para proporcionar a los hombres la definitiva felicidad, la paz y el descanso te fuese indispensable martirizar, aunque fuese una sola criatura, la niña que se golpeaba el pecho con sus puñitos, llena de horror, por ejemplo, fecundando con esas tiernas lágrimas la futura armonía, dime: ¿querrías fundar, en esas condiciones, tal felicidad? Contéstame sin mentir (Dostoyevski, 1880/2005: 341).

Potente escenario es el que nos plantea el connotado literato ruso Fiódor Dostoyevski en su célebre novela «Los hermanos Karamázov», de fines del siglo XIX. Pues así de potente es el estudio de la ética y principalmente de la ética pública, cuyo estudio se enfoca en el comportamiento de políticos y funcionarios públicos. Y es que si bien no todos los días uno se ve enfrentado a disyuntivas acerca de los «destinos de la humanidad», la función pública es un hábitat natural para enfrentarse a escenarios en los que una decisión puede afectar a gran parte de la población que se gobierna, incluso a toda ella.

El estudio de la ética se nutre de reflexión, por una parte, y de acción, por otra. Ambas representan el alfa y omega de la filosofía moral. No se trata solo de reflexión, pues la ética está orientada fundamentalmente a la acción. Aristóteles nos recuerda que solo «realizando acciones justas y moderadas se hace uno justo y moderado, respectivamente», por lo que la virtud «no basta con conocerla, sino que hemos de procurar tenerla y practicarla» (Aristóteles, trad. en 2000: 59 y 293).


 

Bajo esta premisa, el presente ensayo busca ofrecer a quienes tienen a su cargo funciones públicas, breves reflexiones en torno a situaciones puntuales, fácilmente identificables en el ejercicio de cualquier función del Estado –con independencia del nivel jerárquico–, buscando hacer una práctica introspectiva sobre lo que implica un proceder ético. Esto, desde la filosofía, pero también desde la psicología, el derecho, la literatura y el cine. Todas estas perspectivas buscan facilitar un acercamiento más tangible a diferentes comportamientos humanos, sean sociales o individuales, identificables fácilmente, pero cuyas complejidades buscan incentivar la reflexión crítica.

En concreto, este ensayo se estructura en cinco apartados, cuyas temáticas guiarán la discusión:

1)              El primero busca introducir al lector en algunas de las corrientes de filosofía moral que es conveniente tener presente para enfrentar las decisiones que van definiendo nuestras posturas éticas, con énfasis en las éticas kantiana y consecuencialista.

2)              Hecho este preámbulo, y a través de la leyenda «El anillo de Giges» —descrita por Platón en el diálogo «República»—, se reflexiona acerca de las tradiciones éticas que pueden explicar el comportamiento humano en torno a situaciones que ponen a prueba nuestra honestidad y sentido de la justicia. El dilema es el siguiente: si tuviéramos la oportunidad de obrar libremente, sin presiones,

¿optaríamos por ser justos?

3)              Se propone una situación concreta en el ámbito de la educación pública, específicamente el uso de estrategias de agrupamiento por habilidad entre cursos al interior de establecimientos educacionales ability grouping, con el objeto de someter a un análisis crítico la ética consecuencialista.

4)              De la mano del libro «Eichmann en Jerusalén», escrito por Hannah Arendt entre 1963 y 1964, y de experimentos psicológicos –reales y ficticios–, se analiza el deber de obediencia de los servidores públicos desde un punto de vista ético y jurídico.

5)              El ensayo culmina con una reflexión acerca de la importancia concreta de la democracia y el Estado de derecho como soportes éticos de la función pública.


 

1.       ¿Actuar bien por convicción o por cálculo?


 

Para afrontar esta disyuntiva es menester hacer, primeramente, algunas distinciones conceptuales sobre el estudio de la ética. Este rodeo nos será útil

–palabra que no es baladí en estos temas, según veremos enseguida– para centrar el debate.

Veamos primero qué es esto de «actuar bien» y «ser justo». Son frases que utilizamos a diario cuando opinamos sobre las conductas de otros o de nosotros mismos. Pero ¿cómo saber qué es lo bueno y lo justo? ¿es algo que se

«descubre»? ¿o más bien es algo que se «construye»? En otras palabras, ¿nuestra moral proviene de valores eternos e inmutables que podemos, de alguna forma, conocer? ¿o los valores morales son fruto de convenciones sociales que van cambiando con el transcurso de la historia? Pues, como todo en filosofía, existen distintas aproximaciones a los temas que nos plantean estas preguntas. Sería útil –otra vez esta palabra– conocer de antemano definiciones sencillas e indiscutibles acerca del bien, pero esto no deja de ser una quimera.

Para lograr los objetivos de este ensayo, baste con señalar que una rama de la ética, denominada metaética es la que se preocupa de analizar el origen y la naturaleza de los conceptos éticos. Así, hay quienes tienen convicciones profundas respecto de lo que debe ser considerado como bueno o justo por todos; en tanto existen otros que, aunque posean creencias personales acerca del bien y la justicia, no creen estar en condiciones de afirmar con total certeza la inteligibilidad de lo que debe considerarse así en términos universales. En el primer caso se encuentran, por ejemplo, los que creen que es posible determinar qué debe considerarse como últimamente bueno, en atención a alguna fe —sea religiosa o ideológica—; o los que afirman que lo que hace a un juicio moral verdadero es una alegación adecuada de su verdad. En el segundo, encontramos, entre otros, a los escépticos, que afirman que saber lo que es bueno o justo no es algo que pueda determinarse racionalmente2.

Dicho lo anterior, debemos hablar –nótese que ahora ya no hablamos de utilidad sino que de deber– sobre algunas de las corrientes más influyentes en la ética. En términos generales, diremos que es posible distinguir cuatro grandes escuelas de pensamiento en la filosofía moral, a saber: la ética de la virtud, la ética religiosa, la ética utilitarista —consecuencialismo— y la ética deontológica3.

 


 

2    Un detallado análisis de lo que acá se ha denominado metaética puede verse en la primera parte de «Justicia para erizos», de Ronald Dworkin (2014: 41-126).

3    Una sencilla y didáctica aproximación a estas escuelas de ética puede verse en «Introducción a la filosofía moral», de James Rachels (2007).


 

La primera, cuyo máximo exponente es Aristóteles, busca establecer el fin

telos– o naturaleza de un bien, para luego juzgar si determinados actos en relación con ese bien son buenos o malos —verbigracia, si el fin de la educación pública escolar es el desarrollo pleno de sus estudiantes, entonces todo acto que propenda a aquello será bueno4—.

La segunda afirma que lo bueno es aquello que conforma la voluntad de Dios

—verbigracia, si las leyes divinas afirman que la práctica del aborto o la eutanasia constituyen acciones pecaminosas, serán por tanto malas en términos morales5—.

La tercera es la escuela utilitarista, formulada en su origen por Jeremy Bentham y que sostiene que las acciones morales buenas son las que generan el mayor bienestar/menor dolor a las partes de que se trate —verbigracia, si un colegio público cuenta con solo una psicóloga y tiene estudios que concluyen que aquella profesional obtendrá mejores resultados si se enfoca solo en los estudiantes con mayor probabilidad de recuperación, tomará esa decisión, pues tratarlos a todos no reportará un mayor bien—.

La última, conocida como ética del deber –cuyo máximo exponente es Immanuel Kant– prescribe que una acción es buena en la medida en que constituye el cumplimiento de un deber. Lo que importa acá es el motivo, no los resultados; verbigracia, si un funcionario público decide no pedir una coima por temor a ser descubierto –esto es, por miedo a las consecuencias de su acto– o solo porque cree que la corrupción representa un obstáculo para el crecimiento económico –y no porque es cuestionable en sí– no está actuando conforme a la ética del deber, por lo que no será merecedor de ningún elogio. Solo merece aprobación moral aquel que ajusta su proceder al principio de probidad porque autónomamente ha concluido, en tanto imperativo categórico, que tal conducta es la que le corresponde a todo servidor público.

 

 


 

4                 Suena bastante simple, pero no lo es. La dificultad que plantea esta escuela filosófica es la definición de la naturaleza del bien en cuestión. Piense en este mismo ejemplo e intente escudriñar críticamente el fin de la educación pública escolar antedicho. ¿Es este su verdadero fin? ¿No será acaso que la educación pública escolar debe también hacerse cargo de la integridad social, es decir, no solo debe hacerse cargo de «sus estudiantes»?

Un buen ejemplo, por lo lúdico y didáctico, que permite explicar la escuela teleológica lo ofrece el filósofo estadounidense Michael J. Sandel:

Winnie-the-Pooh se sentó al pie del árbol, y con la cabeza entre las manazas se puso a pensar. Primero se dijo: «El zumbido significa algo. No hay zumbido como ese, zumba que te zumba, sin que signifique algo. Si hay un zumbido, es que alguien lo está haciendo, y la única razón para hacer un zumbido, que yo sepa, es que sea una abeja». Entonces pensó otro largo rato, y dijo:

«Y la única razón para ser una abeja, que yo sepa, es hacer miel». Y entonces se levantó y dijo:

«Y la única razón para hacer miel es que yo me la coma». Así que se puso a trepar por el árbol (Sandel, 2020: 215-216).

5                 La principal dificultad que plantea esta corriente de pensamiento se resume en la siguiente pregunta: ¿cómo el ser humano puede conocer la verdad divina?


 

En el ámbito público, fue el sociólogo alemán Max Weber quien, mediante una conferencia titulada «La política como vocación» –dictada pocos meses después de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial–, ofreció un modelo ético aplicable específicamente a los políticos, acuñando la existencia de dos máximas éticas distintas e irremediablemente opuestas:

1)   Por una parte, la ética de la convicción, esto es, la ética que determina lo que es bueno sin interesarse por las consecuencias que puede generar una acción u omisión —en términos cristianos, Weber lo plantea así: «obra bien y deja el resultado en manos de Dios»—. Quienes adscriben a esta corriente no soportan la irracionalidad ética de un mundo en el que de lo bueno no siempre resulta el bien, y de lo malo no siempre resulta el mal (Weber, 1919/1997: 165)6.

2)   Por su parte, la ética de la responsabilidad sí incorpora, como insumo necesario para la decisión, los resultados que previsiblemente generará la acción u omisión, asumiendo que «ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para conseguir fines buenos hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos» (Weber, 1919/1997: 165).

En este marco conceptual –que corresponde aproximadamente a la distinción entre el deontologismo y el consecuencialismo (Maliandi et al., 2009)7–, Weber (1919/1997) plantea que el político debe tomar en consideración ambas éticas, pues aquel debe saber conciliar sus pasiones –que deben estar al servicio de una causa moralmente loable– con una actitud de mesura y responsabilidad, que reconoce esta irracionalidad ética del mundo y asume la necesidad de utilizar los medios que franquea la política: el poder y la violencia legítima8.

 

 


 

6    En su modelo, Weber considera la convicción como una posición rígida, inflexible, que no acepta matices, lo que representa una simplificación sobre la que debemos llamar la atención. Lo anterior, toda vez que la posición de Weber no considera, por ejemplo, a quienes poseen la convicción de que existen principios éticos —verbigracia, no mentir, no matar— que aceptan excepciones. Es cierto que Kant –quizá el filósofo que más fielmente representa la ética de la convicción, del deber moral– fue un férreo defensor de verdades éticas absolutas basadas en leyes universales que no admitían excepciones, como la máxima de no mentir. No obstante, es equivocado asumir

–como lo hace Weber– que las convicciones necesariamente deben representarse en principios incondicionados.

7    La afirmación no es pacífica. En efecto, difiere de aquella José Zalaquett Daher (2012: 46), para quien la distinción ética de la responsabilidad/ética de la convicción no corresponde necesariamente a la distinción ética consecuencialista/ética deontológica, pues una persona —se refiere a un político en específico— podría sentir el deber de cumplir un mandato de carácter deontológico o uno de carácter consecuencialista.

8    En la parte final de la conferencia en comento, Weber afirma:

El mundo está regido por los demonios y quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno solo produzca bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando (Weber, 1919/1997: 168).


 

La dicotomía planteada por Weber debe ser entendida en su justa medida por todo funcionario público, principalmente en cuanto a quiénes se dirige y a cuándo se dan las condiciones para seguir la ética de la responsabilidad, en el sentido de aplicar «medios moralmente dudosos».

Sobre lo primero, Weber plantea que su análisis se circunscribe a quienes ejercen cargos políticos –los que se eligen por la vía democrática y quienes son de su exclusiva confianza– en contraste con los que desempeñan cargos cuya selección no depende de sus convicciones políticas. Así, en el contexto de un Estado moderno —burocrático—, Weber traza una frontera clara entre políticos y funcionarios. Estos últimos no deben hacer política, sino que deben limitarse a administrar imparcialmente. En efecto, para Weber los funcionarios con un alto sentido ético «son precisamente malos políticos, irresponsables en sentido político y, por tanto, desde este punto de vista, éticamente detestables» (Weber, 1919/1997: 116).

Respecto de cuándo correspondería aplicar medios moralmente dudosos, Weber indica que esto ocurre cuando el político debe evaluar la adopción de acciones u omisiones políticas que previsiblemente puedan conllevar el uso de la violencia por parte del Estado, debiendo ponderarse si los resultados de estas situaciones de violencia política generarán, o no, buenos efectos. Traído este análisis a América, el marco conceptual que ofrece Weber ha sido utilizado para explicar decisiones que se adoptaron en países como Argentina y Chile, en sus procesos de transición democrática. Un paradigma de lo anterior se resume en la frase «justicia y verdad en la medida de lo posible», utilizada por Patricio Aylwin –presidente de la República de Chile entre 1990 y 1994–, que encierra un contenido de la ética de la responsabilidad, en desmedro de la ética de la convicción (Zalaquett Daher, 2012: 47).

Ahora bien, un aspecto no tratado por Weber es la forma en que el ser humano valora las consecuencias que pueden acarrear actos u omisiones propios, al momento de llevar a la práctica la deliberación que implica la ética de la responsabilidad. Dicho en otros términos, la omisión de Weber consiste en que este no cuestiona la probable imposibilidad del político de prever escenarios muchas veces totalmente inciertos y, en vez de eso, asume que un cálculo objetivo de consecuencias es posible todavía en contextos históricos cuyo desenlace es difícil de prever con un grado de certeza mínimo. Esta dificultad humana de analizar adecuadamente las consecuencias de nuestras acciones u omisiones es narrada en forma notable por el escritor portugués José Saramago:

Si antes de cada acción pudiésemos prever todas las consecuencias, nos pusiésemos a pensar en ellas seriamente, primero en las consecuencias inmediatas, después, las probables, más tarde las posibles, luego las imaginables, no llegaríamos siquiera a movernos de donde el primer pensamiento nos hubiera hecho detenernos (Saramago, 1995/2020: 103).


 

Más adelante se retomará este asunto cuando se discuta acerca de las dificultades y reflexiones que plantea un escenario en el que un funcionario público recibe una orden ilegal de parte de su superior jerárquico. De momento, baste con indicar que la filosofía moral ofrece distintas alternativas para enfrentar los complejos dilemas que plantea el ejercicio de la función pública. No ofrece recetas mágicas. De hecho, el mismo Weber afirma que nadie puede prescribir si debemos obrar conforme a la ética de la responsabilidad o a la ética de la convicción, «o cuándo conforme a una y cuándo conforme a otra» (Weber, 1919/1997: 175). Todo este rodeo conceptual busca facilitar los debates y reflexiones que se plantean en lo que sigue.

 

2.   ¿Transparente o invisible?


 

Nadie es justo voluntariamente, sino forzado, por no considerarse a la justicia como un bien individual, ya que allí donde cada uno se cree capaz de cometer injusticias, las comete. En efecto, todo hombre piensa que la injusticia le brinda muchas más ventajas individuales que la justicia (Platón, trad. en 1988: 108).

Esta es la conclusión a la que llega Glaucón en su intento por persuadir a Sócrates acerca de la idea de que ninguna persona actuaría justamente si no existieran sanciones asociadas a actos que moralmente las sociedades consideran como injustos (Platón, trad. en 1988). Para ello, relata una leyenda conocida como «el anillo de Giges», cuya finalidad es analizar si es preferible ser justo a ser injusto. Giges es un pastor que luego de un gran temporal encuentra un anillo de oro que posee la propiedad de hacer invisible a quien lo use. Cuando se da cuenta del poder que posee ese anillo, decide dirigirse al palacio del rey para atacarlo y matarlo, no sin antes seducir a su esposa, apoderándose del reino (Platón, trad. en 1988).

La historia de Giges sirve a Glaucón para afirmar que ante una situación así

–esto es, ante una situación en la que podemos obrar libremente sin la presión que significa una eventual sanción– nadie optaría por ser justo:

Si existiesen dos anillos de esa índole y se otorgara uno a un hombre justo y otro a uno injusto, según la opinión común, no habría nadie tan íntegro que perseverara firmemente en la justicia y soportara el abstenerse de los bienes ajenos, sin tocarlos, cuando podría tanto apoderarse impunemente de lo que quisiera del mercado, como, al entrar en las casas, acostarse con la mujer que prefiriera, y tanto matar a unos como librar de las cadenas a otros, según su voluntad, y hacer todo como si fuera igual a un dios entre los hombres. En esto el hombre justo no haría nada diferente del injusto, sino que ambos marcharían por el mismo


 

camino. E incluso se diría que esto es una importante prueba de que nadie es justo voluntariamente, sino forzado (Platón, trad. en 1988: 108).

El potente argumento de Glaucón pareciera haber sido puesto a prueba en tiempos recientes por un experimento real relatado por Daniel Kaufmann

–exdirector del Instituto del Banco Mundial y líder de trabajos sobre gobernabilidad y anticorrupción–, quien planteó la siguiente situación y dos escenarios posibles: usted es el último en llegar a un estacionamiento en la noche después de su jornada de trabajo. Se acerca a su vehículo, no hay ninguna persona y cerca de usted ve un sobre tirado en el suelo. En este hay 20 billetes de 100 dólares cada uno. El primer escenario sugerido por Kaufmann es: ¿qué haría usted con el sobre si tiene la certeza de que no hay posibilidad de que alguien sepa lo que hará? El segundo escenario es: ¿qué haría usted con el sobre si existe una posibilidad del 30 % que pueda ser visto, por ejemplo, con una cámara de vigilancia? Los resultados fueron los siguientes (González de Asís, 2005):

 

Escenario 1:

 

Si no existe la posibilidad de que alguien lo sepa o lo haya visto.

 

 

Escenario 2:

Si existe una posibilidad del 30 % de que el hallazgo sea visto por otras personas (por ejemplo, cámara de vigilancia).

 

 

 


 

Los resultados indican que la leyenda sobre Giges tiene sentido, pues el comportamiento humano cambia cuando sabemos que alguien puede ver –para luego juzgar– nuestra acción. Sin embargo, no debe soslayarse el hecho de que un 33 % de las personas actuaría en justicia, por considerar que la devolución del dinero era la decisión correcta9.

Con todo, Sócrates –según el personaje que nos relata Platón– intenta demostrar que es mejor ser considerado justo y serlo efectivamente, que ser considerado justo y ser injusto. Para aquello, utiliza un argumento teleológico escudriñando acerca de la naturaleza del bien en sí, esto es, la naturaleza de la justicia. De esta manera, ofrece una definición de la justicia como un estado interior, en el que tanto la parte racional como la emocional del ser humano se encuentran en perfecta armonía. Así, la persona justa actuará justamente, con autodisciplina, debido a que solo así estará en un estado de salud espiritual que le permitirá vivir bien, lo cual representa el telos del ser humano. La práctica de la justicia, nos dice, es en misma lo mejor para el alma (Platón, trad. en 1988: 484).

El argumento que indica que ser justo es el mayor bien y ser injusto el mayor mal también está presente en el «Gorgias». En este diálogo, el argumento teleológico, aunque protagonista indiscutido, no es el único. Al final del diálogo, Sócrates lanza un argumento consecuencialista: «Quien ha pasado por la vida de modo justo y piadoso, residirá en la Isla de los Bienaventurados en completa prosperidad, mientras que quien ha actuado injusta e impíamente, irá al calabozo, al infierno» (Platón, trad. en 2019: 232)10.

¿Qué nos dice todo esto de la función pública? ¿Será que el anonimato —ser invisibles a los ojos de los ciudadanos— es siempre un escenario indeseable?11


¿Será mejor poner cámaras en los estacionamientos? Mejor o peor, todo

 

9    Ya sea porque creyeron que esa verdad era posible defenderla con argumentos racionales, o simplemente porque esa era la verdad divina —ética religiosa—. Se usa «actuaría» —en condicional—, pues este ejemplo solo da cuenta de un ejercicio ficticio. Al igual que el anillo.

10 Bertrand Russell —filósofo inglés de la escuela analítica— hace una ácida crítica al Sócrates platónico, principalmente en cuanto al fundamento religioso de su pensamiento ético. Dice Russell:

¿Qué hemos de pensar de él éticamente?...Sus méritos son evidentes. Es indiferente al éxito mundano, tan libre de temor, que permanece tranquilo y cortés y animoso hasta el último momento, preocupándose por lo que él cree ser la verdad más que de otra cosa. Sin embargo, tiene algunos defectos graves. No es honrado, y es sofístico en sus argumentos, y en su pensamiento privado emplea el intelecto para probar conclusiones que le son gratas, y no en una búsqueda desinteresada de la sabiduría. Hay algo resbaladizo y untuoso en su manera de ser que le hace a uno recordar un tipo desagradable de clérigo. Su valor frente a la muerte hubiera sido más valioso si no hubiese creído que iba a disfrutar la felicidad eterna en compañía de los dioses (Russell, 1946, cap. XVI, párr.40).

11 Viene al caso recordar que existen diversas figuras normativas que utilizan virtuosamente el anonimato, en favor de una cultura de la probidad y la democracia. La más conocida es la del derecho al voto secreto. Otra menos conocida es la adopción de canales de denuncias anónimas implementadas al interior de servicios públicos. El anonimato busca proteger de eventuales represalias a los funcionarios o personas que deciden denunciar hechos de corrupción. Esta herramienta fue sugerida por el Consejo Asesor Presidencial contra los Conflictos de Interés, el Tráfico de Influencias y la Corrupción (2015) y fue realzada recientemente por la Contraloría General de la República (2020).


 

dependerá de la perspectiva ética que tomemos en consideración. De cualquier forma, no se trata de ponernos en la disyuntiva de tener que elegir entre una ética y otra para todos los casos. Quizá la coerción tenga una consecuencia educativa que nos permitirá, a la larga, forjar un comportamiento auténticamente íntegro. Autónomamente decidido. No por miedo, sino por convicción. Aristóteles estaría de acuerdo en esto último, pues, a su juicio, para actuar con virtud se requiere educación temprana, generadora de hábitos. Solo así, nos dice, podremos alegrarnos y dolernos como es debido (Aristóteles, trad. en 2000: 56).

Y es que quizá no haya «nada tan agradable como prescindir de los demás y proceder francamente y sin sentirse cohibido» (Dostoyevski, 1867/2002: 16). Ese tal vez sea el desafío mayor. Actuar bien, por cuenta propia, y sintiendo placer.

 

 

3.               Ética utilitaria y discriminación en las salas de clase


 

Son muchas las implicaciones éticas de las decisiones que diariamente deben tomarse en el ámbito estatal. Estas decisiones no siempre se dan en el contexto de un Estado moderno con una clara separación entre políticos y funcionarios, como lo planteó Weber en su conferencia. Un ejemplo de lo anterior podemos apreciarlo con mayor nitidez en el sector salud, en el que profesionales médicos

–con o sin cargos directivos– deben enfrentar decisiones que ponen a prueba sus convicciones éticas12. En efecto, en contextos de escasez de recursos y necesidades múltiples, los sistemas de salud pública deben asumir la necesidad de contar con criterios éticos legítimos para, por ejemplo, priorizar pacientes. Esto se ve reforzado en situaciones de catástrofes sanitarias, como la que actualmente vive el mundo a propósito de la pandemia generada por el COVID-19, que fuera declarada por la Organización Mundial de la Salud el 11 de marzo de 202013.

Pero no es solo en el sector salud donde la escasez de recursos genera dificultades en los cuadros administrativos y políticos de las instituciones públicas. Un ejemplo del sector educación que puede resultar interesante de revisar –y que puede extrapolarse a otros sectores del ámbito estatal– es el siguiente: piense que es parte del consejo directivo de un establecimiento escolar y debe decidir


 

12              Acá uso el término convicciones no necesariamente como sinónimo de principios absolutos que no consideran en nada las consecuencias de las decisiones. En contrataste, se asume que una persona puede sentir el deber de cumplir con un mandato de índole consecuencialista. Recuérdese la nota 6.

13              Este asunto fue tratado en «Ética y pandemia. Decisiones complejas en épocas de escasez» (Castro Pedrero, 2020: 151-173). En dicho texto, se rechaza la visión utilitarista.


 

cómo invertir los escasos recursos que les serán otorgados para mejorar el porcentaje de alumnos que ingresan a la universidad. Tiene en su poder estudios que le informan que con esos recursos es posible financiar un programa focalizado en los mejores alumnos, para lo cual deberá separar a estos en un solo curso que tendrá un trato preferencial en comparación con los restantes dos cursos. El estudio indica que así invertidos los recursos, se obtendrá como resultado probable un porcentaje de ingreso a la universidad del 30 %. El mismo documento señala que si los recursos se invierten indistintamente a todos los estudiantes, esto es, con prescindencia del rendimiento académico de los mismos, solo un 10 % de los educandos podrá incorporarse al nivel universitario.

Desde un punto de vista cuantitativo, matemático, no hay mucho que decir. La decisión sería indiscutiblemente focalizar los recursos en un tercio de los estudiantes, pues esa es la decisión que generará mayor rentabilidad. Pero ya sabemos que no es tan simple. La ética llama a la puerta.

La ética utilitarista es la que, a primera vista, surge como más cercana al recién comentado enfoque economicista. El utilitarismo plantea un principio ético que aprueba o desaprueba una acción u omisión, dependiendo de si aumenta o disminuye el bienestar de las partes cuyo interés se trata. En otras palabras, una decisión ética basada en el utilitarismo buscará obtener el mayor beneficio —o el menor daño— que las circunstancias permitan.

Volvamos a la decisión del consejo directivo. Digamos que esta no es una situación enteramente ficticia. En efecto, el uso de estrategias de agrupamiento por habilidad entre cursos al interior de una escuela ability grouping ha sido objeto de estudio en la investigación internacional y Chile no ha sido la excepción. Un análisis reciente sobre la situación chilena sostiene que el agrupamiento por habilidad «es un fenómeno relevante en el sistema escolar, dada su magnitud y las características de los establecimientos que lo realizan» (Treviño Villarreal et al., 2018: 65-66), agregando a modo de hipótesis que una de las razones de aquello podría ser que:

Chile ha desarrollado un sistema de rendición de cuentas de altas consecuencias, donde los resultados —especialmente aquellos basados en tests estandarizados— podrían generar presiones a los establecimientos para desarrollar prácticas que, en teoría, podrían maximizar las posibilidades de desempeño medio de la escuela (Treviño Villarreal et al., 2018: 65-66).

Es interesante vislumbrar que una de las razones que explicarían la existencia de políticas públicas que separan a sus alumnos según rendimiento académico es la de obtener resultados. Esto es, un argumento de carácter utilitarista: si tengo dos opciones para invertir los recursos, debo elegir simplemente la que genere, previsiblemente, el mayor bienestar posible, teniendo presente un balance en el


 

que cada persona vale, cuantitativamente hablando, lo mismo. Pero, ¿son las consecuencias lo único que importa? Si las malas consecuencias son menores que las buenas, ¿no importan los derechos de quienes padecen esas malas consecuencias?

Un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, (2016) argumenta que una política de separación de alumnos según rendimiento no es una buena idea, porque genera malos resultados:

La política de dividir los alumnos en distintos programas educativos suele tener como resultado un sistema a dos niveles en el que los estudiantes desfavorecidos socioeconómicamente y los que tienen un rendimiento bajo acaban en sistemas de menor calidad o nivel, lo que les dificultará el acceso a unos estudios superiores (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, 2016).

En otras palabras, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos ofrece argumentos utilitaristas para criticar una política que, se entiende, fue diseñada desde un prisma también utilitarista. No obstante, el argumento consecuencialista puede ser contrarrestado con una ética distinta. Kant, con su ética del deber nos dice: «obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca solo como un medio» (Kant, 1785/2016: 107). Bajo este argumento, los alumnos con mal rendimiento académico no deben ser «sacrificados» en favor del mayor bienestar de los alumnos con mayores habilidades. Lo anterior, pues el deber del Estado es asegurar el derecho a la educación, el que incluye igual consideración por la dignidad de todos los estudiantes.

El ejemplo comentado busca orientar la reflexión desde un punto de vista ético, poniendo de relieve que políticas públicas basadas en la ética utilitarista pueden resultar no solo ser malas ideas –porque, aplicadas, pueden presentar resultados distintos a los previstos–, sino porque pueden incluso resultar incompatibles con principios jurídicos basados en la idea de dignidad humana defendida por Kant, como lo es el principio de igualdad y no discriminación arbitraria.

 

 

4.               Autoridad y obediencia: ¿A quién debo ser leal?


 

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, se desarrollaron los conocidos «Juicios de Nürenberg», instancia organizada por las fuerzas aliadas para determinar jurídicamente las responsabilidades de los oficiales nazis en los horrores


 

que implicó el Holocausto14. Los enjuiciados debieron soportar cargos por conspiración, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Pero los procesos abiertos en la Alemania de posguerra contra solo un grupo de oficiales del nazismo no resultaron suficientes, motivo por el cual estos se expandieron fuera del territorio alemán. Uno de ellos, con alta exposición mediática, fue el llevado a cabo en Jerusalén en contra de Adolf Eichmann, un miembro de jerarquía media del régimen nazi, encargado de la logística asociada al transporte de judíos a los campos de exterminio. En su defensa, Eichmann argumentó

–principalmente– que él solo fue un simple ejecutor de órdenes superiores.

El litigio generó un ambiente de reflexión en una sociedad que recién asimilaba el horror de una nueva guerra mundial. Un controversial razonamiento es el que expuso Hannah Arendt en su libro «Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal». En aquel, la pensadora judía –que durante el juicio se desempeñó como corresponsal del New Yorker enfocó su análisis en las causas que propiciaron el genocidio y el papel de Eichmann en particular. Esta fue la pregunta que orientó su reflexión: ¿cómo fue posible que la humanidad llegara a tal punto de horror? La respuesta de Arendt fue inesperada para muchos: Eichmann no era un monstruo, esto es, un ser anormal que no respondía a los cánones del orden natural. No fue un ser que hubiera que mirar con distancia por parecernos ajeno a nuestra especie15. No. Eichmann fue un ser humano como cualquiera de nosotros, un hombre común, vulgar, que en su intrascendente intelecto solo argüía ser un simple engranaje obediente dentro de un sistema de

«trabajo». En palabras de Arendt:

Lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente –tal como los acusados y sus defensores dijeron hasta la saciedad en Nürenberg–, que en realidad merece la calificación de hostis humani generis, comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad (Arendt, 1963-1964/2003: 165).

 


 

14 Mal llamado Holocausto, pues una de las acepciones de este concepto –su acepción histórica, ni más ni menos– se refiere a un sacrificio, a una ofrenda de vidas en clave religiosa, por la vía de la quema de sus cuerpos.

15 Durante el juicio, el fiscal a cargo de la acusación dijo:

Señoras, señores, honorable corte. Ante ustedes se encuentra el destructor de un pueblo, un enemigo del género humano. Nació como hombre, pero vivió como una fiera en la jungla. Cometió actos abominables, actos tales que quien los comete no merece ya ser llamado hombre (Brauman & Sivan, 1999, citado en Gutiérrez, 2013: 34).


 

Más allá de la discusión específica acerca de la responsabilidad jurídica de Eichmann y las verdaderas motivaciones o convicciones de aquel para actuar de la forma en que lo hizo, la posición defendida por Arendt sugería que conductas que nos parecen detestables, condenables en términos morales, pueden ser ejecutadas por personas comunes. Es, en definitiva, una invitación a visualizar el problema de la maldad como algo que puede alcanzar a cualquiera.

Un enfoque similar fue el planteado por el psicólogo Stanley Milgram, quien en 1966 desarrolló –también en el contexto de las reflexiones que dejó la Segunda Guerra Mundial– un experimento social sobre obediencia a la autoridad conocido como el «experimento de Milgram». Este puede resumirse como sigue: distintas personas participan en un experimento a cambio de 4,5 dólares, con la condición de que pueden quedarse el dinero independientemente de cómo resulte el experimento. Son informadas de que, con el propósito de probar los efectos del castigo en la memoria, deben administrar descargas eléctricas a un individuo sentado en un cuarto contiguo, siguiendo las instrucciones de un encargado. Tales descargas fluctuaban entre 15 y 450 voltios, acompañadas de descripciones que iban desde «descarga leve» hasta «peligro: descarga grave». Lo que no saben es que tanto la persona que está en dicho cuarto contiguo como el encargado son actores, por lo que no existían tales descargas. En este escenario, se les pide que administren descargas cada vez más fuertes, incluidas aquellas explícitamente reconocidas como graves, en la medida que los supuestos receptores de estas dieran respuestas incorrectas. Se les aseguraba que aunque las descargas podían ser sumamente dolorosas, no provocarían un daño permanente en los tejidos de la persona castigada. En los experimentos originales –pues hubo variaciones en aplicaciones posteriores– la supuesta víctima no emitía quejas hasta la descarga de 300 voltios, momento en el que daba una fuerte patada en la pared del dormitorio. Si los sujetos del estudio daban muestras de querer abandonar el experimento, el encargado le instruía desde un «por favor, continúe» hasta un «no tiene alternativa: tiene que continuar». Esto último no era efectivo, pues aquel no tenía facultades para imponerles sanciones (Sunstein, 2020: 44-50).

Aunque las predicciones que recabó Milgram antes de la ejecución del estudio indicaban que el punto de suspensión de las descargas sería de 195 voltios

—descarga fuerte—, en los experimentos iniciales la totalidad de los sujetos fueron más allá de los 300 voltios. El promedio de nivel máximo de descarga fue de 405 voltios y un 65 % llegó a la descarga de 450 voltios16.

Milgram –que al igual que Arendt era judío– indicó que los resultados de su experimento demostraban el alto poder que posee la autoridad sobre las personas, haciendo una analogía con la conducta de muchos alemanes en el


 

16              Las pautas éticas que rigen actualmente el uso de consignas engañosas en la investigación psicológica no harían posible la realización del experimento de Milgram (Salomone & Michel Fariña, 2013).


 

régimen nazi. El horror experimentado en la Alemania de Hitler buscaba ahora ser explicado desde un prisma psicológico. Y los resultados del experimento concluyen que la gente común y corriente sigue órdenes, aunque eso signifique provocar un gran sufrimiento a terceros (Sunstein, 2020: 47). Dicho de otra forma, Milgram concluye que las personas, sometidas a una autoridad, son frecuentemente incapaces de transformar su convicción en acción (Milgram, 1974, citado en Fernández Dols, 1982: 58).

Una particularidad del experimento que merece ser relevada es que su diseño sugiere que los sujetos investigados cumplieron las instrucciones del encargado entendiendo que este era un experto, es decir, una persona capacitada para tomar este tipo de decisiones, motivo por el cual lo correcto era asumir las órdenes sin mayor cuestionamiento. Así, las personas se visualizan como meros instrumentos y, de esta forma, favorecen una sensación tranquilizadora de delegación de responsabilidad: el responsable es el que ordena, no el que ejecuta —lo que es igual a decir que este último renuncia a ejercer como agente moral para convertirse en un mero instrumento—.

¿Es esto lo que se espera de un funcionario público? Definitivamente no.

Un ejemplo mucho más cotidiano que el ofrecido por el «experimento de Milgram» y que resulta más asimilable a situaciones dentro del ámbito laboral lo ofrece la película «El método» (Piñeyro et al., 2005). La trama discurre en el contexto de un

«experimento social». Siete aspirantes en un proceso de selección de personal de una empresa multinacional –uno de ellos, un infiltrado de la propia empresa– se presentan a una particular entrevista conjunta, en la que serán sometidos a diferentes pruebas psicológicas de eliminación durante una sola jornada, hasta llegar a un único elegido. Cada cual hará lo que sea necesario para triunfar

—¿«sobrevivir»?— en un ambiente hostil y altamente competitivo.

Una de estas pruebas consiste en revelar a todos los aspirantes una noticia publicada en diversos medios de comunicación, cuyo protagonista es uno de ellos, llamado Julio. La noticia informa que Julio denunció a su antiguo empleador para evitar una catástrofe ambiental. En una primera instancia, los otros candidatos reconocen y aplauden el valor moral de la acción del interpelado. No obstante, llegado el momento en que deben decidir si aceptarían la candidatura de Julio al puesto –toda vez que la empresa les pide, como parte del proceso de selección, que sean ellos mismos los que decidan si Julio seguirá o no en competencia–, comienza un arduo debate, en medio del cual, mientras unos sugieren que la actuación de Julio fue una «traición» a su empleador, este les plantea a los interpeladores la interrogante que define el núcleo de la discusión que acá interesa: «Si la empresa os pidiera que hicierais algo ilegal, ¿lo haríais?» (Piñeyro et al., 2005). La respuesta fue un incómodo –pero decidor– silencio. Con todo, terminado el intercambio, los postulantes deciden por mayoría terminar con la


 

candidatura de Julio aduciendo principalmente un argumento empresarial, no moral: Julio fue incapaz de obtener el mejor resultado posible para el medio ambiente y la empresa a la vez, a saber, haber convencido al consejo directivo del error empresarial que significaría impulsar una política que, más allá de la contaminación, perjudicaría la imagen de la empresa.

Supongamos que Julio hubiera sido un funcionario público al que le ordenaban hacer algo ilegal. Juzgar su conducta desde el punto de vista moral no es para nada un ejercicio fácil. ¿Haría bien en denunciar a la entidad pública en la que se desempeñaba? Si así fuera, ¿dónde denunciar? ¿Cuán difícil es resistir la orden de un superior que consideramos ilegal o, en términos éticos, fuera de nuestros parámetros morales?

En definitiva, ¿cómo responder a la pregunta de Julio? Como vimos, el experimento Milgram sugiere una alta probabilidad de asumir una actitud pasiva ante las órdenes de superiores jerárquicos. Pero hay otra aproximación psicológica que resulta interesante explorar, pues el comportamiento de una persona a la hora de tomar decisiones no solo puede estar influenciado por órdenes de una jefatura. También puede ser influenciado por el comportamiento de sus pares. Esto es lo que sugiere otro experimento social, llevado a cabo por el psicólogo Solomon Asch, poco antes del realizado por Milgram. Este experimento consideraba la conformación de un grupo de personas, todas las cuales creían ser parte del estudio, no obstante lo cual solo una de ellas lo era. Los demás eran cómplices del experimentador. La prueba consiste en hacer consultas ante las cuales los referidos cómplices acuerdan dar respuestas erróneas. El objetivo del experimento es conocer cómo se comportará el sujeto investigado: ¿Será capaz de confiar en su razonamiento y asumir públicamente una posición contraria al grupo? ¿O sucumbirá sumándose a una mayoría evidentemente equivocada?

El experimento en concreto fue así: a todos los integrantes del grupo les fueron entregadas dos tarjetas que en su interior contenían líneas dibujadas de diferente largo. Se les pide que identifiquen cuál línea de la tarjeta A era igual en longitud a otra presente en la tarjeta B. La tarea era sumamente sencilla, pues la respuesta correcta resultaba evidente. En las dos primeras rondas de los experimentos, todos coinciden en la respuesta correcta. Pero al llegar a la tercera ronda, el experimento comienza. Los cómplices dan una respuesta evidentemente errónea y cada uno de los sujetos investigados muestran cierta confusión inicial. Al final, gran cantidad de personas ceden a la mayoría, a lo menos una vez, en la ronda de preguntas. En efecto, en rondas en las que la presión grupal apoyaba la respuesta incorrecta, los sujetos se equivocaron 36,8 % de las veces o más (Sunstein, 2020: 34-36).Los resultados del experimento no indican que las personas ceden siempre a lo que opina la mayoría. Sí indican que el grueso de la población, parte del tiempo, está dispuesto a ceder en favor


 

de la opinión mayoritaria del grupo, lo que implica asumir una posición contraria a su razón (Sunstein, 2020: 34-36)17.

La actitud de sumarse a la mayoría por temor a destacar, ser ridiculizado o incluso sancionado, también puede visualizarse, en términos organizacionales, en la premisa del «si esto o aquello siempre se ha hecho así, ¿quién soy yo para cambiarlo?». Lógicamente, las actitudes que adopten los miembros de un grupo de trabajo estarán condicionadas, en particular, por la cultura organizacional de la entidad de que se trate y, en términos más generales aún, por la idiosincrasia del país en cuestión. Esto último, considerando que en muchas sociedades la discrepancia, el pensamiento crítico y el conflicto se vislumbran como algo puede afectar negativamente a los equipos de trabajo. Un ambiente institucional así facilita el silencio y la obediencia ciega –donde la figura de la jefatura es evidentemente más relevante que la de los pares– y dificulta la reflexión ética que debe estar presente en todos los niveles de la Administración del Estado, si lo que buscamos en una cultura de la integridad18; además de hacer más probable errores en el proceso de toma de decisiones19.

Ahora bien, más allá de la cultura de las organizaciones públicas chilenas, la legislación nacional e internacional ha intentado dar una respuesta a los eventuales dilemas que pueden enfrentar los servidores públicos en el ejercicio de sus funciones, en caso de recibir órdenes ilegales20.

 

 


 

17 La mencionada película «El método» también aborda el asunto de la conformidad, adaptando el experimento de Asch: para evaluar el comportamiento de los candidatos –a estas alturas ya quedan solo 5–, se les ofrece una merienda fría y en estado de aparente descomposición. El grupo se reúne a conversar y comer juntos, según lo ha dispuesto la empresa. Poco a poco, los verdaderos candidatos van descubriendo el mal estado de la comida. No obstante, están siendo observados por una trabajadora de la empresa que se une a ellos y come gustosa su plato, al igual que lo hace el candidato infiltrado. ¿Qué cree que decidieron hacen los aspirantes? Todos deciden seguir comiendo.

18 En la organización es posible identificar cuatro formas de silencio:

a)        silencio por consentimiento, que corresponde a la creencia generalizada de que la opinión del empleado no es valorada, lo que genera desmotivación y desapego con la organización;

b)       silencio inactivo o defensivo, referido a la retención de información por miedo a las consecuencias de revelarla;

c)        silencio social, producido cuando un integrante de la organización calla un acto inmoral, porque cree que al denunciarlo estaría perjudicando a sus pares; y

d)       silencio oportunista, que se da cuando un empleado retiene información para beneficio propio, aun cuando dicho proceder pueda dañar a otros o perjudicar a la organización (Pepe, 2019: 90).

19 Así lo afirma Sunstein al menos:

Las instituciones que recompensan la conformidad y castigan la disidencia tienen muchas más probabilidades de tomar peores decisiones...Si una organización quiere evitar el error, debe dejar en claro que ve con buenos ojos la revelación de señales personales, sencillamente porque eso beneficia a la organización en general (Sunstein, 2020).

20 En adelante, se analizará este asunto desde el derecho administrativo. Cabe indicar, que desde el derecho penal existen numerosos estudios. Uno de estos, cuya lectura se sugiere, corresponde a un artículo de Juan Pablo Mañalich Raffo (2008: 61-73) en el que, sobre la base de un caso concreto –involucramiento de un general del Ejército de Chile en un operativo militar [la denominada «Caravana de la muerte»] desarrollado en octubre de 1973, en el que se ejecutaron sumariamente a personas detenidas por motivos políticos–, se efectúa un análisis respecto de la obediencia jerárquica y sus implicancias en la determinación de responsabilidad penal.


 

La problemática es conocida en la doctrina como «obediencia debida», aunque hay quienes sostienen que resulta más apropiado hablar derechamente, sin ambages, de «cumplimiento de órdenes antijurídicas», de manera de no perder de vista el asunto esencial en cuestión (Cavada Herrera, 2019)21.

En el ámbito administrativo, la legislación nacional contempla una clase de obediencia jerárquica que la literatura mayoritaria ha conceptualizado como

«obediencia reflexiva», entendida esta como aquella en la que el subordinado puede representar una orden ilegal de su jefatura, pero, en el caso de que aquel insista, debe cumplir la instrucción. Este hecho de representación genera el relevante efecto de exonerarlo de responsabilidad administrativa.

Es así como una de las obligaciones funcionarias es la de «obedecer las órdenes impartidas por el superior jerárquico» (ley Nº 18.834, artículo 61, letra g), en tanto que el artículo siguiente especifica, en relación con la referida obligación, lo siguiente:

Si el funcionario estimare ilegal una orden deberá representarla por escrito, y si el superior la reitera en igual forma, aquel deberá cumplirla, quedando exento de toda responsabilidad, la cual recaerá por entero en el superior que hubiere insistido en la orden. Tanto el funcionario que representare la orden, como el superior que la reiterare, enviarán copia de las comunicaciones mencionadas a la jefatura superior correspondiente, dentro de los cinco días siguientes contados desde la fecha de la última de estas comunicaciones (ley 18.834, artículo 62)22.

Así, el actual contexto normativo reconoce que el principio de jerarquía requiere definir ciertos límites. Así, bien entendido, el principio de obediencia reflexiva se configura como el deber23 de todo funcionario público de analizar previamente la juridicidad de las órdenes que recibe. En otras palabras, un servidor público, antes del deber de cumplir con el principio de jerarquía, tiene el deber de obedecer, antes que todo, lo dispuesto en el ordenamiento jurídico.


Ahora bien, resulta destacable que el deber estatutario consagrado actualmente en el Estatuto Administrativo tiene su origen en la normativa anterior que contenía una regulación dispuesta en similares términos, reconociendo el principio de la obediencia reflexiva, pero con una variación en su inciso final:

 

21              La relevancia del cumplimiento de las órdenes está dada por el principio de jerarquía: «Los funcionarios de la Administración del Estado estarán afectos a un régimen jerarquizado y disciplinado. Deberán cumplir fiel y esmeradamente sus obligaciones para con el servicio y obedecer las órdenes que les imparta el superior jerárquico» (ley Nº 18.575, artículo 7º). Este principio de jerarquía tiene su razón de ser en su objetivo de estructurar, a través de la distribución de los funcionarios por grados en el territorio estatal, los principios organizativos de coordinación, unidad y competencia (López Navarrete, 1972).

22              Idéntica normativa se encuentra consagrada en el artículo 59 de la ley 18.883.

23              Nótese que la norma indica que si el funcionario estimare ilegal una orden «deberá representarla».

Por tanto, estamos frente a un deber; no a un derecho.


 

Tanto el empleado que representare la orden, como el superior que la reiterare, enviarán copia de las comunicaciones mencionadas a la Contraloría General de la República y a la jefatura superior del servicio dentro de los cinco días siguientes, contados desde la fecha de la última de estas comunicaciones (decreto con fuerza de ley 338, 1960, artículo 151).

Como es posible apreciar, la normativa primigenia incluía la participación de la Contraloría General de la República, aun cuando no precisaba en forma expresa qué acción específica debía cumplir este organismo superior de control con la información que pudiera recibir a este respecto.

Así, la normativa vigente no considera la participación de entidades públicas externas. No obstante, debe tenerse presente que la regulación actual prevé otro deber funcionario que, de alguna forma, se vincula con el asunto en cuestión. Dicha disposición indica que todo funcionario público tiene el deber de:

Denunciar ante el Ministerio Público o ante la policía si no hubiere fiscalía en el lugar en que el funcionario presta servicios, con la debida prontitud, los crímenes o simples delitos y a la autoridad competente los hechos de carácter irregular, especialmente de aquellos que contravienen el principio de probidad administrativa regulado por la ley Nº 18.575 (ley Nº 18.834, artículo 61, letra k)24.

Bajo una interpretación armónica, esta nueva obligación funcionaria implica que, ante una orden ilegal, confirmada por la jefatura luego de una representación de su subalterno, y que configura un hecho delictual o irregular –especialmente una contravención al principio de probidad administrativa, según señala la normativa–, dicho subalterno tiene el deber de efectuar una denuncia ante el Ministerio Público o ante la autoridad competente, respectivamente. En este último caso, dicha autoridad podría ser, por ejemplo, el Contralor General de la República. No obstante, también podría ser la jefatura superior correspondiente, en cuyo caso no bastaría con enviarle copia de las comunicaciones que sostuvo con su jefatura directa al momento de representar su decisión –que es lo que mandata la institución de la obediencia reflexiva–, pues el deber acá analizado indica que la comunicación debe tener la forma de una denuncia administrativa, la que imperativamente –debido a sus características– tendrá que ser analizada

 

 


 

24 La normativa anterior no consagraba esta obligación en los mismos términos. Un símil se encuentra en el artículo que disponía:

El empleado tiene la obligación, de acuerdo con el Código de Procedimiento Penal, de denunciar a la justicia los crímenes o delitos de que tome conocimiento en el ejercicio de sus funciones, o con ocasión de la instrucción de un sumario o una investigación (decreto con fuerza de ley 338, 1960, artículo 160).


 

y respondida por esa autoridad competente, debiendo descartar o validar los hechos denunciados25.

Con todo, y aunque el análisis exhaustivo del marco jurídico en comento excede con creces el objeto de este ensayo, baste con decir que la institución de la

«obediencia reflexiva», tal como está concebida actualmente, requiere hacer frente a las dificultades prácticas que pueden estar afectando su debida aplicación. En particular, estas dificultades dicen relación con la carencia de una figura de protección del funcionario que decida representar la orden de su superior jerárquico, en cuanto a eventuales represalias. Estas, siguiendo a San Martín Cerruti (1991), pueden manifestarse en amenazas, ofensas, sanciones informales, calificaciones deficientes, instrucción de investigaciones disciplinarias, traslados, destituciones, entre otras.

Una nota al margen: como se ha analizado en apartados anteriores en este mismo ensayo, el análisis de las eventuales consecuencias negativas —verbigracia, represalias— de una decisión como la de representar la orden de un superior, forma parte de la escuela utilitarista. Y esta decisión, al incluir el análisis de consecuencias que pueden hipotéticamente afectar negativamente al propio agente, conlleva el riesgo manifiesto de sobrestimar tales consecuencias. A este respecto, bien vale recordar la crítica hecha al planteamiento de Weber, tan bien expresada en la cita al texto de Saramago del capítulo 1.

Con todo, la decisión que en definitiva adopte el agente puede ser analizada éticamente desde distintas perspectivas. No obstante, en términos estrictamente jurídicos, la no representación de una orden ilegal implica que tanto el superior que ordena como el subordinado que ejecuta resultan responsables. Esta sería una consecuencia esperable totalmente objetiva.

 

 

5.       Democracia y Estado de derecho como soporte ético en la función pública. Una reflexión final


 

Precisamente porque la finitud nos ha enseñado a comprender que toda invención humana  es un  bien frágil,  falible, irreversible,  no predestinado  por


 

25              La Contraloría General de la República recuerda la definición de «denuncia» del Diccionario de la Real Academia Española —«Documento en que se da noticia a la autoridad competente de la comisión de un delito o de una falta»— para afirmar que, ante una denuncia, la Administración tiene el deber de ponderar los antecedentes de que disponga, determinando si procede dar inicio a un procedimiento administrativo y, en su caso, ordenar los actos de instrucción pertinentes. Lo anterior, sin perjuicio de dar respuesta al denunciante, la que por razones de certeza y buena técnica administrativa debe expresarse por escrito y en términos formales (dictamen Nº 5.853, 2013).


 

la historia, somos ahora más conscientes que nunca de que la dignidad y la democracia que se sustenta en ella son un experimento de resultado incierto (Gomá Lanzón, 2009: 46).

Con estas palabras, el filósofo y reconocido ensayista español nos conmina a no olvidar que la democracia no es algo dado, seguro. Nos invita en definitiva a no ignorar que la democracia es una convención humana pragmática, ergo, falible. Y esta falibilidad se ve acrecentada en contextos de graves crisis de la institucionalidad democrática como las que se experimentan en Chile y en diversos países del mundo26.

Tener presente lo anterior implica la necesidad de volver a repensar la importancia de la ética pública y su vínculo con el sistema democrático. La ética pública no versa solo sobre los dilemas éticos que debe enfrentar tal o cual funcionario público en forma individual —por ejemplo, sobre la conformidad o remordimiento que personalmente le pueda generar una particular decisión—. No. La preocupación fundamental de la ética pública es lograr que el comportamiento de políticos y funcionarios públicos rinda honor al interés general por sobre cualquier consideración particular, buscando el bienestar de la población en su conjunto. Esto redundará naturalmente en una mayor adhesión al sistema democrático —que, como nos recuerda Gomá Lanzón (2009), es una convención, un acuerdo voluntario—.

Lógicamente, en todo esto, el rol del personal de la Administración del Estado es fundamental, pues la adhesión al sistema democrático se ve trastocada por la mala administración. En tal sentido, el politólogo Norberto Bobbio (1986: 122) nos recuerda que el buen gobierno debe distinguirse del malo por dos criterios:

1)  el gobierno para el bien común, que es diferente al gobierno para el bien propio; y

2)  el gobierno que se ejerce de acuerdo con las leyes establecidas.

Así, el Estado democrático de derecho se alza como la forma de Estado apropiada para desarrollar el ideal de la ética pública. Sin este «paraguas institucional», ninguna de las reflexiones presentes en este ensayo tendría mucho sentido:

1)  no importarían las convicciones éticas, la transparencia o la invisibilidad;

2)  la aplicación de políticas públicas discriminatorias –se funden o no en criterios utilitaristas– no tendría límites, como lo son el principio democrático de igualdad y no discriminación arbitraria; y

 


 

26 Un estudio recopilatorio interesante sobre la crisis democrática chilena se denomina «Diez años de auditoría a la democracia. Antes del estallido» (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 2019).


 

3)              la obediencia al superior sería un hecho difícil de contrarrestar en un contexto dictatorial.

Y es que en un Estado de derecho sobre el cual debe fundarse toda democracia, el imperio de la ley es fundamental. Para Aristóteles la existencia de leyes dadas en una polis por el zōon politikón —el animal político que está presente en cada persona— lleva al ideal de justicia, pues el orden —kosmos— hace posible la vida buena. Y en este orden, la ley juega un rol fundamental, pues aquella permite controlar las pasiones que están presentes en el ser humano. La ley es, según el filósofo de Estagira, «razón sin deseo» (Aristóteles, trad. en 1988: 208).

Así, en una democracia –«el gobierno de las leyes por excelencia» (Bobbio, 1986: 136)27– gobernantes y funcionarios deben asegurar que las normas sean ejecutadas con prescindencia de sus íntimas preferencias personales, esto es, al margen de sus pasiones, deseos, intereses particulares.

Puede que en determinadas circunstancias un servidor público visualice una norma jurídica como una molestia o sinsentido, como un texto obsoleto o desadaptado de la realidad actual o, inclusive, como algo incómodo para la propia conciencia, pues podría no satisfacer su personal ideal de justicia; todas, razones que podrían justificar su vulneración28. Pues bien, cuando un funcionario público –en el contexto de un sistema democrático– piensa que puede interpretar la norma jurídica caprichosamente –aunque anide en su conciencia solo buenas intenciones– se viste de político —de legislador más específicamente—, asumiendo un rol que no le compete y cuya delimitación con el rol del funcionario público es clara y evidente. En esto, Weber sí parece tener razón cuando afirma:

 

 


 

27              Bobbio recuerda a este respecto a Rousseau en sus fragmentos políticos:

Siempre se es libre cuando uno está sometido a las leyes, pero no cuando se debe obedecer a un hombre, porque en este segundo caso yo debo obedecer a la voluntad ajena, mientras que cuando obedezco a las leyes no acato más que la voluntad pública, que es tan mía como la de cualquier otro (Bobbio, 1986: 126).

28              La objeción de conciencia en el servicio público es un asunto en permanente debate: ¿tiene un funcionario público derecho a incumplir una norma jurídica aduciendo objeción de conciencia? Dar respuesta a esta compleja consulta escapa al objetivo de este ensayo. Sin perjuicio de aquello, viene al caso indicar que la institución de la objeción de conciencia –más allá de si su aplicación refiere al ámbito público o privado– tiene un carácter estrictamente excepcional —es decir, debe emplearse siempre justificadamente en función de convicciones morales fuertes, por lo que no basta su sola enunciación—. También resulta pertinente resaltar que los organismos estatales están en la obligación de asegurar las prestaciones que han sido aprobadas democráticamente

—verbigracia, abortos, eutanasias, matrimonios entre personas del mismo sexo—, sin que pueda argüirse, como justificación de demora o denegación de prestación, la carencia de personal.

Una discusión a este respecto la ofrece Papayannis (2008), para quien los funcionarios públicos no pueden, en ninguna circunstancia, ser objetores de conciencia, pues «admitir este derecho a los funcionarios sería equivalente en muchos casos a negárselo a los administrados». Sin embargo, no considera como tales a los médicos que ejercen en el sector público, pues estos no serían funcionarios en sentido estricto, toda vez que no «se caracterizan por implementar un sistema, por aplicar normas».


 

Si ha de ser fiel a su verdadera vocación... el auténtico funcionario no debe hacer política, sino limitarse a «administrar» sobre todo imparcialmente... El funcionario ha de desempeñar su cargo sine ira et estudio, sin ira y sin prevención (Weber, 1919/1997: 115).

Una reflexión final: Las democracias son sistemas falibles. Una democracia puede devenir en un régimen autoritario sea por un golpe de Estado violento y perfectamente identificable, sea por una seguidilla de acciones que van permeando lentamente las instituciones democráticas. Piense, por ejemplo, en limitaciones sistemáticas a la libertad de expresión o en acciones políticas que reducen o eliminan mecanismos de control democrático como la independencia del Poder Judicial o la captura de organismos públicos autónomos como las fiscalías o contralorías, que pueden derivar en un ejercicio abusivo de un gobernante elegido en las urnas. En este último escenario, resulta de suyo complejo distinguir una ley legítimamente democrática de una que no lo es. Basta con recordar el hecho de que Adolf Hitler –cuyo régimen nazi ha dado origen a un sinfín de reflexiones éticas y políticas, algunas de las cuales han sido analizadas acá– llega al poder como canciller mediante mecanismos institucionales, para rápidamente instalar un régimen totalitario.

Y en un régimen totalitario –cuya identificación es más compleja de lo que se piensa, salvo en casos de evidentes dictaduras–, no hay ética pública. No puede haberla.

 

 

Referencias


 

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Normativa


 

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                 Ministerio Secretaría General de la Presidencia (2001). Decreto con fuerza de ley Nº 1/19.653, de 2000, flja texto refundido, coordinado y sistematizado de la ley Nº 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado. Diario Oficial de la República de Chile, 17 de noviembre de 2001. Última modificación 15 de febrero de 2018. https://www. bcn.cl/leychile/navegar?idNorma=191865&idParte=8562353

 

 

Jurisprudencia


 

Contraloría General de la República. Dictamen: 5.853 (2013).